Estaba sentada en la biblioteca, con las hojas regadas por toda la mesa tratando de escribirte algo decente, algo que combine con tu inteligencia, que sea tan interesante como tus análisis de feminismo o del buen Marx, pero nada me convence.
El olor a café fue lo que me despertó de aquel trance donde estaba tejiendo tu nombre, me concentré tanto que no me había dado cuenta que es más de medio día y mis tripas reclaman algo más que sólo fruta.
Debería salir por un sandwich para atarantar un poco el hambre y evitar dolores de cabeza. Agarró mi agenda como si le pidiera tregua al tiempo y me permita comer para que las ideas florezcan.
Reúno mis cosas, siento un poco de ansiedad dejar algo olvidado. No porque me dé miedo que alguien lo lea, es debido a que, qué tal y ahí se encuentra alguna idea que vale millones en un futuro o sea la que me salve de un momento oscuro cuando no sé como continuar con la historia o la que me inspiré para terminarla.
Tomo mi mochila, me pongo de pie y me alegra levantarme o para las 6 de la tarde tendría patas de madera porque ya me convertí en silla (o mesa). Mi espalda cruje pero no estoy segura si es fue de queja o festejo.
Camino a la salida, me despido de la señora que vigila y es como si saliera a otro mundo. Mi ansiedad social me dice que regrese adentro a convertirme en mueble, al menos podría contar buenas historias.
Peleo un poco y mis pies avanzan, supongo que es gracias al estómago que exige algún alimento. Compro un sandwich, un jugo y busco una jardinera donde pueda alejarme un poco del ruido.
Con una mordida la temblorina se calma y mi ansiedad también; hace un poco de calor, el cielo está muy azul sin alguna nube que nos regale sombra por algunos segundos, es cuando bajo la mirada y observo a las personas porque podría encontrar algunas historias interesantes que podría pintar mil cuadros hasta lograr una película.
Pero es cuando capto que yo formo parte de ese cuadro y estaría cumpliendo el sueño de vivir en alguna pintura que en este caso podría ser de Monet.